Alejandro es el mayor de siete hermanos, y de todos, fue el
primero en terminar adentro. De profundos ojos negros, su mirada siempre generó
en el resto una incomodidad difícil de describir, el reflejo de una mezcla
perfecta entre dolor y resentimiento. En aquel entonces tenía poco más de 16
años, pero a pesar de su corta edad los vecinos le tenían respeto. Porque como
dicen las malas lenguas, ‘era mejor tenerlo de amigo’.
Su casa se erigía sobre la colectora este, a pocos metros del
Santa Lucía y formaba parte de un conglomerado de viviendas iguales, de paredes
blancas y techos verdes, entregadas a los ciudadanos por el gobierno
provincial. Hijo de una rubia mujer consumida por el alcohol y un padre cuya historia
estaba arraigada en lo más hondo de Tablada, el Ale heredó de ambos su
faceta delincuente y aprendió con lujo de detalles el oficio de robar.
No era raro verlo a la tardecita recorriendo las manzanas. Las
motos eran su debilidad y, aunque de vez en cuando vaciaba alguna que otra casa
de la zona, el pibe tenía códigos: al vecino no lo tocaba. ¡Aguante el cobre!, se le escuchaba gritar entre risas cada vez
que hablaba con los malandrines de la cuadra. Y es que era experto ladrón de
cables y con eso sacaba algunos mangos.
A la noche sus planes eran simples: convertirse en ladrón o
jugar a disparar. Cuando no fichaba nada de su interés, se quedaba con sus hermanos
martillando balas desde el balcón contra el contenedor de la basura. ¡Bang! El estruendo perforaba los tímpanos
una y otra vez, pero nadie decía nada. La policía jamás venía y pelear con
ellos implicaba poner en riesgo a la familia y a la casa.
Pero esa tarde de 2006, algo salió mal. Nazareno le había advertido
que no se metiera en el Santa, pero el Ale tenía un par de asuntos que
resolver. Fue caminando y quiso volver corriendo, pero terminó esposado y con una carátula de asesino
pegada en la frente. Le tiró a matar por meterse con su novia y cumplió con el
objetivo. Como consecuencia se ganó una estadía en el Irar con pensión completa
y la bronca de más de uno… ¿Qué tan malo podía ser?
Cuando puso el primer pie, miró todo a su alrededor con la
sonrisa desdibujada. Era mucho peor de lo que había imaginado y en el aire se
respiraba tristeza. No era una escuela llena de maestras hincha pelotas, ni un hospital
donde le explicarían las bondades de dejar el porro. Ni siquiera se parecía a
la celda fría de la comisaría 14, donde el vigilante flaco y desgarbado le convidaba
siempre con Fanta y sanguchitos de miga. Ahí adentro, todo era gris y las
paredes rugían pena.
Su habitación era un calabozo crudo, con una cama de piedra
sin frazadas y un pozo en el piso que funcionaba de baño. No había sillas, ni
ventanas por donde ventilar ese olor nauseabundo y persistente, un perfume que
emanaba por los poros de la institución que cambiaría su vida para siempre. Alejandro
se sentó en la roca que construía su cama y por primera vez pensó en llorar, la
angustia le oprimía el pecho pero contuvo esa lágrima y se dedicó a soportar.
Días y noches pasaron quietas ante los ojos del interno. “Nunca
vi tanta mierda junta”, le dijo a su madre la única vez que fue a visitarlo. Y
claro, los chicos ahí adentro son basura y el servicio penitenciario se encarga
de demostrarlo cuantas veces puede. El tesoro del agua es el peor de los castigos,
los pibes suplican y se retuercen de sed, mientras los milicos se les cagan de risa en la cara. Hasta que no los tienen de rodillas en el suelo, el agua no
aparece.
El Ale mira desde lejos y se limita a comer y tomar lo que
le dan. En su mente no cabe la posibilidad de pedirles nada, ni aunque
estuviese al borde de la muerte. En la oscuridad de la madrugada se adormece
con el llanto de criaturas que, como él, extrañan la libertad. El enano, por
ejemplo, le robó la billetera a un hombre para comprar un par de zapatillas y desde que
llegó, llora siempre. Al Ale le molesta que sea así de maricón porque los pibes
le roban las cosas y los ratis lo cagan a trompadas.
Por si fuera poco, al final del pasillo la sangre corre más
rápido; esa celda debe estar maldita porque más de uno se escracha con tal de
salir. El último prisionero era un chico de 18 años que se cortajeó ambos brazos
con un Tramontina y terminó internado en el HECA. Ahí los débiles no sobreviven y las
vidas se reducen a la nada misma, porque para las autoridades no valen un
centavo.
El resto del tiempo hay escuela no obligatoria y algunos
talleres, y aunque los voluntarios se llevan bien con los internos, siempre
quieren hacer mucho pero pueden poco. Exigir en el Irar es como hablar con las paredes, la única respuesta que se percibe es el eco.
Y así transcurrieron los meses y pasó más de un año desde
aquella tarde en la que el Ale mató. Ahora tiene casi cumplidos los 18 años y esos que se
hacen llamar Justicia creen que el chico está rehabilitado y listo para que el
afuera lo reciba con los brazos abiertos.
En su paso por el Instituto de rehabilitación del Adolescente Rosario, Alejandro creció dos años y bajó tres kilos. Habló poco y
durmió mucho, siempre observando con los ojos cerrados el maltrato de aquellos
que debían velar por su seguridad y reinserción social. Los que lo conocieron
adentro saben que nunca participó de los talleres ofrecidos por los estudiantes de las facultades. ¿Para qué ilusionarse? Si cuando se van
lo bueno se olvida y la oscuridad permanece.
Y es verdad, el Ale asesinó y culminó arbitrariamente con la
vida de un hombre. El pibe de Tablada, radicado ahora al límite de barrio
Belgrano con el Santa Lucía, transgredió toda ley imaginable y sucumbió empujado
por una vida que lo condenó a ser así y de ninguna otra manera. El pibe se
equivocó feo, y ahora, después haber pagado por su crimen, las puertas se abren
y vuelve a ver la luz del sol. Pero cuidado, bajo el aviso de que con 18 la
sanción puede ser todavía peor.
Afuera lo esperan el Rengo y el Naza, dos de sus hermanos,
los mismos que más tarde seguirán sus pasos. Van camino a casa donde mamá
aguarda tirada en el suelo y con una botella vacía de vino tinto en la mano. Papá
estará lejos, en algún lugar del país huyendo al pedido de captura. El resto
de los chicos quizá durmiendo, o corriendo descalzos por el medio de la calle,
o con una gomera improvisada matando pajaritos.
Se detienen en el cíber para manguearle cigarrillos a Hugo
cuando de golpe y porrazo, aparece el tío del muerto. Balea al Ale en la
cara y se toma el palo. Dispara rapidísimo, cruza la vía y desaparece cual si
fuera un fantasma. Nadie lo ve, no sabe, no contesta. El tiro le ingresó por
la parte inferior de la mandíbula y le atravesó la nariz: increíblemente se
salvó de milagro.
Meses de curaciones impiden que Alejandro ejecute lo
que planeó desde que puso los pies en el Irar, en las fauces asquerosas de aquel lugar inmundo. Porque
incluso antes del balazo, supo que iba a volver a matar. Cada golpe, cada burla, cada
hueso lastimado por el catre de piedra, cada gota de sangre derramada,
cada grito y el maltrato, sólo alimentaron su odio.
Porque al Irar ingresan niños marginados, pero egresan hombres con sed de violencia. Porque lejos de recuperarse, renacen de entre la mugre con peores reincidencias.
NIÑEZ EN MEDIO DE LA ADVERSIDAD
Porque al Irar ingresan niños marginados, pero egresan hombres con sed de violencia. Porque lejos de recuperarse, renacen de entre la mugre con peores reincidencias.
NIÑEZ EN MEDIO DE LA ADVERSIDAD
Marcha en reclamo de útiles escolares. Rosario.
FOTO: Luz Nuñez Soto (luznunezsoto@gmail.com)