sábado, 17 de agosto de 2013

¡Aguante el cobre!

Alejandro es el mayor de siete hermanos, y de todos, fue el primero en terminar adentro. De profundos ojos negros, su mirada siempre generó en el resto una incomodidad difícil de describir, el reflejo de una mezcla perfecta entre dolor y resentimiento. En aquel entonces tenía poco más de 16 años, pero a pesar de su corta edad los vecinos le tenían respeto. Porque como dicen las malas lenguas, ‘era mejor tenerlo de amigo’.  

Su casa se erigía sobre la colectora este, a pocos metros del Santa Lucía y formaba parte de un conglomerado de viviendas iguales, de paredes blancas y techos verdes, entregadas a los ciudadanos por el gobierno provincial. Hijo de una rubia mujer consumida por el alcohol y un padre cuya historia estaba arraigada en lo más hondo de Tablada, el Ale heredó de ambos su faceta delincuente y aprendió con lujo de detalles el oficio de robar.

No era raro verlo a la tardecita recorriendo las manzanas. Las motos eran su debilidad y, aunque de vez en cuando vaciaba alguna que otra casa de la zona, el pibe tenía códigos: al vecino no lo tocaba. ¡Aguante el cobre!, se le escuchaba gritar entre risas cada vez que hablaba con los malandrines de la cuadra. Y es que era experto ladrón de cables y con eso sacaba algunos mangos.

A la noche sus planes eran simples: convertirse en ladrón o jugar a disparar. Cuando no fichaba nada de su interés, se quedaba con sus hermanos martillando balas desde el balcón contra el contenedor de la basura. ¡Bang! El estruendo perforaba los tímpanos una y otra vez, pero nadie decía nada. La policía jamás venía y pelear con ellos implicaba poner en riesgo a la familia y a la casa.

Pero esa tarde de 2006, algo salió mal. Nazareno le había advertido que no se metiera en el Santa, pero el Ale tenía un par de asuntos que resolver. Fue caminando y quiso volver corriendo, pero terminó esposado y con una carátula de asesino pegada en la frente. Le tiró a matar por meterse con su novia y cumplió con el objetivo. Como consecuencia se ganó una estadía en el Irar con pensión completa y la bronca de más de uno… ¿Qué tan malo podía ser?

Cuando puso el primer pie, miró todo a su alrededor con la sonrisa desdibujada. Era mucho peor de lo que había imaginado y en el aire se respiraba tristeza. No era una escuela llena de maestras hincha pelotas, ni un hospital donde le explicarían las bondades de dejar el porro. Ni siquiera se parecía a la celda fría de la comisaría 14, donde el vigilante flaco y desgarbado le convidaba siempre con Fanta y sanguchitos de miga. Ahí adentro, todo era gris y las paredes rugían pena.

Su habitación era un calabozo crudo, con una cama de piedra sin frazadas y un pozo en el piso que funcionaba de baño. No había sillas, ni ventanas por donde ventilar ese olor nauseabundo y persistente, un perfume que emanaba por los poros de la institución que cambiaría su vida para siempre. Alejandro se sentó en la roca que construía su cama y por primera vez pensó en llorar, la angustia le oprimía el pecho pero contuvo esa lágrima y se dedicó a soportar.

Días y noches pasaron quietas ante los ojos del interno. “Nunca vi tanta mierda junta”, le dijo a su madre la única vez que fue a visitarlo. Y claro, los chicos ahí adentro son basura y el servicio penitenciario se encarga de demostrarlo cuantas veces puede. El tesoro del agua es el peor de los castigos, los pibes suplican y se retuercen de sed, mientras los milicos se les cagan de risa en la cara. Hasta que no los tienen de rodillas en el suelo, el agua no aparece.

El Ale mira desde lejos y se limita a comer y tomar lo que le dan. En su mente no cabe la posibilidad de pedirles nada, ni aunque estuviese al borde de la muerte. En la oscuridad de la madrugada se adormece con el llanto de criaturas que, como él, extrañan la libertad. El enano, por ejemplo, le robó la billetera a un hombre para comprar un par de zapatillas y desde que llegó, llora siempre. Al Ale le molesta que sea así de maricón porque los pibes le roban las cosas y los ratis lo cagan a trompadas.

Por si fuera poco, al final del pasillo la sangre corre más rápido; esa celda debe estar maldita porque más de uno se escracha con tal de salir. El último prisionero era un chico de 18 años que se cortajeó ambos brazos con un Tramontina y terminó internado en el HECA. Ahí los débiles no sobreviven y las vidas se reducen a la nada misma, porque para las autoridades no valen un centavo.

El resto del tiempo hay escuela no obligatoria y algunos talleres, y aunque los voluntarios se llevan bien con los internos, siempre quieren hacer mucho pero pueden poco. Exigir en el Irar es como hablar con las paredes, la única respuesta que se percibe es el eco.

Y así transcurrieron los meses y pasó más de un año desde aquella tarde en la que el Ale mató. Ahora tiene casi cumplidos los 18 años y esos que se hacen llamar Justicia creen que el chico está rehabilitado y listo para que el afuera lo reciba con los brazos abiertos.

En su paso por el Instituto de rehabilitación del Adolescente Rosario, Alejandro creció dos años y bajó tres kilos. Habló poco y durmió mucho, siempre observando con los ojos cerrados el maltrato de aquellos que debían velar por su seguridad y reinserción social. Los que lo conocieron adentro saben que nunca participó de los talleres ofrecidos por los estudiantes de las facultades. ¿Para qué ilusionarse? Si cuando se van lo bueno se olvida y la oscuridad permanece.

Y es verdad, el Ale asesinó y culminó arbitrariamente con la vida de un hombre. El pibe de Tablada, radicado ahora al límite de barrio Belgrano con el Santa Lucía, transgredió toda ley imaginable y sucumbió empujado por una vida que lo condenó a ser así y de ninguna otra manera. El pibe se equivocó feo, y ahora, después haber pagado por su crimen, las puertas se abren y vuelve a ver la luz del sol. Pero cuidado, bajo el aviso de que con 18 la sanción puede ser todavía peor.

Afuera lo esperan el Rengo y el Naza, dos de sus hermanos, los mismos que más tarde seguirán sus pasos. Van camino a casa donde mamá aguarda tirada en el suelo y con una botella vacía de vino tinto en la mano. Papá estará lejos, en algún lugar del país huyendo al pedido de captura. El resto de los chicos quizá durmiendo, o corriendo descalzos por el medio de la calle, o con una gomera improvisada matando pajaritos.

Se detienen en el cíber para manguearle cigarrillos a Hugo cuando de golpe y porrazo, aparece el tío del muerto. Balea al Ale en la cara y se toma el palo. Dispara rapidísimo, cruza la vía y desaparece cual si fuera un fantasma. Nadie lo ve, no sabe, no contesta. El tiro le ingresó por la parte inferior de la mandíbula y le atravesó la nariz: increíblemente se salvó de milagro.

Meses de curaciones impiden que Alejandro ejecute lo que planeó desde que puso los pies en el Irar, en las fauces asquerosas de aquel lugar inmundo. Porque incluso antes del balazo, supo que iba a volver a matar. Cada golpe, cada burla, cada hueso lastimado por el catre de piedra, cada gota de sangre derramada, cada grito y el maltrato, sólo alimentaron su odio.

Porque al Irar ingresan niños marginados, pero egresan hombres con sed de violencia. Porque lejos de recuperarse, renacen de entre la mugre con peores reincidencias. 

NIÑEZ EN MEDIO DE LA ADVERSIDAD


Marcha en reclamo de útiles escolares. Rosario.
                                                  FOTO: Luz Nuñez Soto (luznunezsoto@gmail.com)