lunes, 9 de marzo de 2015

Música en las venas: entrevista a Rubén Goldín

Guitarrista, compositor, cantante: artista. Rubén Goldín es uno de los hijos de la Trova Rosarina, ese que todavía hoy genera sentimientos profundos y recuerdos de una mágica década del ’80; pero que también es el ahora hecho canción. Con un prontuario colmado de experiencia y un amor por la música capaz de leerse en cada centímetro de su piel, dejó en su paso por Rosario unas ganas locas de escucharlo una vez más. Dueño de la voz que alguna vez supo halagar el flaco Spinetta y con su último disco recientemente nominado a los Premios Gardel, es esto lo que tiene para decir…

¿Qué recuerdos tenés de tu infancia?

Mi infancia estaba ubicada en calle Santa Fe al 5000, más o menos a la altura de Paraná. Recuerdo que las calles eran de tierra y que yo vivía trepado a los árboles. Cuando llovía jugábamos con el barro, hacíamos cosas de barro y nos divertíamos mucho. Es una infancia muy distinta a la que se puede tener hoy en día, nosotros éramos cirujas. Salíamos temprano de casa y volvíamos a las nueve de la noche y no pasaba nada.

Con relación a la música, recuerdo que mi viejo escuchaba mucho folcklore: Los Fronterizos, Los Chalchaleros. A mi mamá le gustaban los boleros. A los seis años empecé a tocar folcklore porque mi papá me tiró una guitarra y esa era su música, así que mis comienzos, mi paisaje musical es ese.

¿Cómo te diste cuenta que querías a la música como eje central y fundamental de tu vida?

Me di cuenta que quería ser músico, pero no me di cuenta. Uno no entiende qué quiere para su vida a los 15, 16 años. A esa edad yo veía la barba de Paul McCartney y me afeitaba porque quería tener la misma barba. Pero esas pavadas que te pasan en la adolescencia después te ayudan a entender que no era la barba, era la música. Yo no quería ser un Beatle, quería ser yo. Pero de eso te das cuenta después, cuando empezás a tener cosas para decir y vivís una vida que luego aparece en tus letras. 

Quizá lo empezás a entender como una realidad cuando debutás en el teatro. Con Pablo el enterrador, que fue mi primer grupo, toqué por primera vez cuando tenía 18 años, después de haber ensayado mucho tiempo. Y cantar en un escenario frente a mucho público (en ese momento había por lo menos 600 personas en la escuela Santa Unión de Oroño y Salta) fue darme cuenta de que todo lo que habíamos hecho en el living de la casa de Coqui (Antún) de golpe cobró sentido. Le agarramos el gusto al aplauso, pero no porque nos gustaba que nos aplaudieran, sino porque implicaba comprometerse más. Si lo que hicimos gustó, había que dedicarse a la música, estudiar y tratar de hacer bien las cosas. Eso pasó en el año ’73 y a partir de entonces hice muchas cosas.

Ingresar al ambiente de la música siempre fue difícil. ¿Cómo  pasaste de ser un artista anónimo al reconocimiento que hoy lograste?

Muchas veces me preguntan en Buenos Aires, ¿por qué de Rosario salen tantos buenos músicos? Yo digo que esta ciudad tiene una enorme herencia cultural, de grandes músicos oriundos de estos lados. A los rosarinos nos une el paisaje, pero no estamos desesperados por el éxito. No es el objetivo.
Uno de mis alumnos me dijo ‘tu disco no es para facturar’, y eso para mí es un piropo, porque yo no hago discos para facturar. Y muchos músicos de Rosario hacen y sienten lo mismo. Fandermole no hace un disco doble pensando en la plata que le puede generar, por más que después lo defienda y quiera venderlo, el motivo primero no es vender. Es una forma hermosa de expresión. Si vende, bienvenido sea, porque vamos a poder ganar unos mangos para grabar otro disco, pero ninguno de nosotros quiere tener un yate.

En la soledad de la composición, cuando uno está con la guitarra y con la letra, nunca está pensando en las ventas, ni si le va a gustar o no a la gente. Yo no sé si mi música va a gustar, pero en realidad uno es la obra que va haciendo y eso va más allá de la simpleza de vender discos.

Tu historia atraviesa la de muchos otros artistas. ¿Cómo fue trabajar con músicos de tal magnitud?

Yo no sé si es una virtud o un defecto, pero cuando me pongo a cantar con otros artistas, no me siento un tipo más experimentado, no miro desde arriba, por más que a muchos les lleve ya varios años. Para mí somos iguales. De hecho me pasó en muchos momentos de la vida; mi última novia tenía 26 años, yo tengo 59, y estuvimos mucho tiempo juntos. Es mi forma de ver la vida.

Incluso con mis alumnos me pongo a la par. Pero no porque crea que debo bajar mi nivel, no creo que exista un nivel, las cosas pasan por otro lado. Los músicos son iguales y para mí no existe el virtuosismo por el hecho de que uno sabe tocar más notas que el otro. Para mí todo eso no existe,  todos estamos parejos. Eso me da mucha tranquilidad también, porque no me siento más ni menos que nadie.

Cuando canté con Spinetta o con Charly, fue una gran alegría porque uno admira a esas personas. Pero cuando estaba ensayando con Charly García, éramos los dos iguales y él también te hacía sentir eso. Se tiraba al piso, se cagaba de risa y a mí me pasa lo mismo, no hay diferencias, los músicos somos músicos y no tiene más mérito el que vendió más discos, porque el amor por la música es el mismo.

¿Existe algún acontecimiento particular de tu carrera que te haya marcado por sobre otros, que hoy recuerdes y todavía te haga estremecer?

Momentos hay muchos. Una vez hicimos un show en Medellín con Nito Mestre, era un espectáculo que estábamos compartiendo. Medellín es un gran valle que, al terminarse la parte plana, empezaron a construir en las laderas de las montañas y hay pueblitos literalmente colgados de la montaña. Cuando mirás se ven las lucecitas de las calles, es muy lindo.

En un momento yo estaba cantando El día que me quieras a capela y detrás de mí había un ventanal por donde se podía ver todo ese paisaje. Y se me acerca Nito y me dice… ‘estás cantando El día que me quieras en Medellín, que es donde murió Gardel y atrás mirá lo que es’… y cuando miré a través de los vidrios, las lucecitas de las casas y calles parecían ser personas con encendedores en las manos. Fue increíble.

¿Por cuál de tus canciones sentís más amor? ¿Hay alguna que particularmente cargue con una historia que la vuelve diferente a las demás?

Preferencia no, pero una vez iba en el colectivo 60 en Buenos Aires, hace muchos años y vi una nena. En realidad no sabía si era una nena o un varón, por el corte de pelo, entonces desaté su sexo e imaginé que era un ángel. Cuando volví a mi casa empecé a pensar qué pasaría si yo le preguntara a ese ángel qué pasa con el mundo, con Dios… y así escribí la canción Otro Ángel. Todo eso nació porque vi a esa nena,  a ese ángel. Igual, hay muchas canciones que no tienen un origen determinado, sino que nacen porque uno las imagina.

Además de la música, ¿qué pasiones y pasatiempos dan sentido a tu vida?

La cocina me apasiona. Me gusta mucho cocinar e incluso tengo un horno de barro que me permite dedicarle tiempo a eso, más también porque vivo en el campo. Y otra de mis pasiones es algo que estudié, que es cine. Leo mucho sobre cine y conozco la historia de Polanski, de Fellini y de muchos directores de cine, que ahora no se conocen tanto.

El pasado 2013 lanzaste tu último material discográfico, ‘Nadar’, luego de diez años de suspenso. ¿Cómo fue el proceso de creación de dicho material?


Nadar es un disco que tardé años en hacer porque lo produje yo, puse la plata yo, el técnico yo, y lo grabé en mi casa pero con personas especializadas. Por eso hay canciones que son atemporales pero que igual las quería poner. El disco se llama Nadar porque si vos te quedás flotando, la corriente te lleva, en cambio si nadás podés ir en contra de la corriente. Nadando podés llegar adonde sea. A no ser que estés en un rápido de Canadá donde te golpeas la cabeza contra las piedras (risas). Pero nadar es un poco eso, ir hacia el lugar. 

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